En el primer piso de la Casa de la Cultura se abre un espacio que deslumbra por su majestuosidad: el Salón Dorado. Más que una sala de actos, es un símbolo de la riqueza arquitectónica y cultural que marcó a Buenos Aires a fines del siglo XIX.
Inspirado en los salones versallescos, el lugar sorprende por sus ornamentaciones doradas, las pinturas en los techos y el refinamiento de cada detalle. Fue aquí donde, semana tras semana, el Instituto Popular de Conferencias organizaba encuentros que reunían a grandes figuras de la literatura, las artes y la política. También fue escenario de conciertos memorables, convirtiéndose en un verdadero faro cultural para la ciudad.
La huella de los grandes artistas
El esplendor del Salón Dorado no se debe sólo a la arquitectura. Detrás de su decoración trabajaron algunos de los artistas más destacados de la época. Nazareno Orlandi, formado en Florencia y autor de murales en iglesias y edificios emblemáticos de la Ciudad, fue responsable de las pinturas que aún hoy coronan los techos. Reinaldo Giudice, maestro de las grisallas, dejó en el salón obras que condensan historia y arte en cada trazo.
Ellos no sólo decoraron un espacio: dieron forma a una atmósfera. Entrar al Salón Dorado es sentir cómo el arte y la memoria se entrelazan para contar la historia de una Buenos Aires cosmopolita, abierta al mundo pero orgullosa de sus raíces.
Un salón con presente
Lejos de ser un relicario del pasado, el Salón Dorado mantiene viva su función original: la de ser un punto de encuentro. Hoy, en este mismo espacio se realizan conciertos, charlas y actividades culturales que dialogan con su historia y le dan un nuevo pulso.
Sentarse bajo sus arañas, rodeado por sus columnas y pinturas, es vivir una experiencia singular: la de participar en la vida cultural de la Ciudad dentro de un monumento histórico que sigue cumpliendo el mismo rol de hace más de cien años.
Patrimonio compartido
El Salón Dorado es una muestra de cómo la preservación patrimonial no es un ejercicio de nostalgia, sino un acto de presente. Cada concierto y cada encuentro que allí sucede renueva su sentido: lo transforma en un lugar donde la comunidad se reúne para disfrutar, aprender y recordar.
Al cruzar sus puertas, se entiende que la Casa de la Cultura no es sólo un edificio restaurado: es un organismo vivo, en el que el pasado ilumina el presente.